Señores y señoras... ¡Sean ustedes bienvenidos!

El bebé recién nacido llora de desconsuelo al darse cuenta de que ha dejado atrás su pequeña cueva de comfort y ha llegado el momento de enfrentarse al exterior. Llora y gime mientras es acariciado y limpiado por una desconocida con un horrible tapabocas. Grita "¡Epa, qué confiancitas, ¿eh?!" y parece no ser escuchado siquiera. Observa horrorizado cómo un energúmeno de cabeza cubierta lo ataca con unas tijeras, cortando de tajo toda conexión con su yo anterior. "¡Eh, no tires eso! ¡Planeaba disecarlo! Ah, mierda... ¿Qué aquí nadie habla español?" Aquel asesino de cordones umbilicales le dice después a su madre, como si todo estuviera bien: "Su hijo está perfectamente sano."

¿Sano? ¿Es acaso una broma? Al pequeño le acaban de horadar el ombligo sin anestesia general, lo trajo al mundo un hombre que vive de toquetear las partes privadas de su madre, su papá coquetea con la enfermera pidiéndole un baño y el trauma que le causará que su primer contacto físico con alguien haya sido una nalgada será irreparable... Ajá, el niño está perfectamente sano, ¡y si mi abuelita tuviera malta sería un corn flake!

A primera vista, el mundo parece aterrorizante. ¿Podrá acaso el niño crecer a salvo? ¿Se convertirá en un flamante empresario o venderá pastillitas de menta en el metro Etiopía? ¿Conseguirá una novia hermosa e inteligente o terminará presumiendo un estandarte con el lema "Hoyo... aunque sea de pollo"? ¿Tendrá una familia feliz o su padre conseguirá al cabo de unos pocos años aquél tan deseado baño de esponja? Todo esto (¡y más!), descúbralo en ...Y si mi abuelita tuviera malta, sería un corn flake..., éste, su blog, mi blog, nuestro blog... no, de hecho sí es mío.

lunes, 2 de agosto de 2010

¿En qué se nos va el tiempo?

Antes que cualquier otra cosa, pedimos un profundo perdón por nuestra ausencia de prácticamente dos meses. Justamente por eso esta entrada habla acerca del tiempo, aquella escurridiza cuarta dimensión a la que todos temen y respetan, pues es increíble como en un abrir y cerrar de ojos pasamos de jugar con muñecas a vestir mini faldas (no que yo haya tenido dicho cambio, por supuesto... yo aún sigo jugando con mis muñecas). Un instante de descanso se puede convertir en un sueño eterno si no estamos bien atentos, un momento perdido se puede convertir en un vida perdida si no prestamos atención. Y a la vez, hay que estarnos cuidando de no obsesionarnos con este diablillo del porvenir, pues terminamos por desperdiciar cada segundo mientras observamos nuestro reloj de muñeca (reitero, aún juego con mis muñecas).

Somos esclavos del tiempo, nuestra existencia está atada a una cierta cantidad del mismo, que no sólo es limitada sino que es increíblemente corta. Me sorprende por eso cómo puede existir aún el aburrimiento. ¿Cuándo se aburre uno? Cuando uno no tiene nada que hacer, por supuesto. ¿Y cómo es posible que, teniendo tan ridículamente pocos minutos de vida, podamos creer que no tenemos nada que hacer? Hagamos las matemáticas:

-Una persona común y corriente vive alrededor de 80 años...
-Es decir, 29'200 días...
-O sea, 700'800 horas...
-Es decir, 42'048'000 minutos...
-O sea, 2'522'880'000 segundos...

De esto, quitémosle el tercio del día que pasamos babeando la almohada y soñando cosas incoherentes y nos quedan 1'681'920'000 segundos. Y si a esto le quitamos el tiempo que pasamos comiendo y descomiendo (7 años y 160 días, según estadísticas) tenemos 1'447'344'000 segundos, que son 16'751 días de vida. ¿Les suena a mucho o a poco? Si tomamos en cuenta que la mayor parte de los días se nos pasan en unos cuantos programas de televisión, unas visitas al querido Facebook, unas horitas de chatear sobre temas insignificantes y unas largas miradas al vacío, entonces es poco, muy poco tiempo. Y de todas formas, nos aburrimos constantemente, cotidianamente y considerablemente.

¿Quién no ha escuchado las palabras "qué rápido pasa el tiempo, ¿verdad?" en su vida? Porque efectivamente, se nos figura que el tiempo se nos escurre entre los dedos como agua. Y no nos damos cuenta de que el tiempo parece pasar más rápido si miramos hacia atrás y contemplamos todo un desierto de nadas, de vacíos. Si nada ha sucedido, ¿cómo podríamos llenar de algos nuestros recuerdos? Y si los pocos algos que tenemos en la memoria suelen ser algos repetidos, peor aún. ¿Qué pasa entonces cuando intentamos asomarnos a nuestro pasado para encontrar lo productivos que hemos sido a través de nuestra vida? Encontramos solamente capítulos de Melrose Place, una infinidad de grupos de Facebook a los cuales nos hemos unido, una que otra fiestilla donde nos pusimos hasta el gorro como siempre y una que otra charla en el Msn sobre aquellas mismas fiestillas donde nos pusimos hasta el gorro como siempre... Una vida cíclica, que da vuelta en círculo, un ostinato interminable, un loop infinito de ochenta años (infinito en apariencia, ochenta años en realidad).

Y los pocos algos que rellenan los espacios vacíos suelen ser algos sólo aparentemente, pero no en esencia, pues pasamos por la vida como una brocha pasa por un lienzo: sólo por la superficie. De ahí se derivan, por ejemplo, las historias de travesías que parecen ser siempre iguales. Siempre la mención del clima, del comportamiento de la gente, de los lugares que uno TIENE que visitar pero no sabe por qué, de la comodidad del hospedaje. Y, tal vez, en medio de todo eso, la anécdota graciosa que pretende condimentar el recitativo ya mil veces dicho... O también se puede hablar acerca de la escuela, cayendo siempre en la costumbre de echarle pestes al maestro hijoeputa en turno, quejarse de la dificultad supuestamente injusta de los exámenes y chismear acerca de un nuevo amorío (puede ser propio o de cualquier compañero o compañera que tanto el emisor como el receptor conozcan). O (por supuesto) el tema más concurrido de todos, y que ya ha sido mencionado antes en esta misma entrada: la fiestilla donde nos pusimos hasta el gorro como siempre. Y dentro de este rubro, la enumeración infaltable de nuestras grandes hazañas: el número de shots que aguantamos antes de expulsar las quesadillas que cenamos, el número de labios que logramos chupetear antes de recibir una tremenda cachetada (o una tremenda negativa, que viene siendo lo mismo para un don juan empedernido), o bien, el número de veces que marcamos nuestro territorio sobre la vegetación del vecino.

Nuestros límites creativos nos imponen la repetición de nuestros actos en palabras. Y esta repetición es la que hace parecer al tiempo aún más corto de lo que ya es. Pues pasamos un tercio del tiempo haciendo, y dos tercios contando lo hecho.

El aburrimiento es un hábito, perder el tiempo es un hábito, y también ser productivo puede llegar a ser un hábito. Un hábito doloroso de conseguir, pero muy revitalizante. ¿Qué pasa cuando, al mirar hacia atrás, uno se da cuenta de que plagó su día de acción y creación? El día nos parece largo, ancho y alto. ¿Valdrá entonces la pena conseguir dicho hábito? Eso lo decidirá cada quien...

-Y si mi abuelita tuviera malta, sería un corn flake-