Señores y señoras... ¡Sean ustedes bienvenidos!

El bebé recién nacido llora de desconsuelo al darse cuenta de que ha dejado atrás su pequeña cueva de comfort y ha llegado el momento de enfrentarse al exterior. Llora y gime mientras es acariciado y limpiado por una desconocida con un horrible tapabocas. Grita "¡Epa, qué confiancitas, ¿eh?!" y parece no ser escuchado siquiera. Observa horrorizado cómo un energúmeno de cabeza cubierta lo ataca con unas tijeras, cortando de tajo toda conexión con su yo anterior. "¡Eh, no tires eso! ¡Planeaba disecarlo! Ah, mierda... ¿Qué aquí nadie habla español?" Aquel asesino de cordones umbilicales le dice después a su madre, como si todo estuviera bien: "Su hijo está perfectamente sano."

¿Sano? ¿Es acaso una broma? Al pequeño le acaban de horadar el ombligo sin anestesia general, lo trajo al mundo un hombre que vive de toquetear las partes privadas de su madre, su papá coquetea con la enfermera pidiéndole un baño y el trauma que le causará que su primer contacto físico con alguien haya sido una nalgada será irreparable... Ajá, el niño está perfectamente sano, ¡y si mi abuelita tuviera malta sería un corn flake!

A primera vista, el mundo parece aterrorizante. ¿Podrá acaso el niño crecer a salvo? ¿Se convertirá en un flamante empresario o venderá pastillitas de menta en el metro Etiopía? ¿Conseguirá una novia hermosa e inteligente o terminará presumiendo un estandarte con el lema "Hoyo... aunque sea de pollo"? ¿Tendrá una familia feliz o su padre conseguirá al cabo de unos pocos años aquél tan deseado baño de esponja? Todo esto (¡y más!), descúbralo en ...Y si mi abuelita tuviera malta, sería un corn flake..., éste, su blog, mi blog, nuestro blog... no, de hecho sí es mío.

martes, 4 de enero de 2011

Querido Santa:

Este año, como la verdad es que no me he portado muy bien, quería mejor escribirte acerca de algo que me aqueja en estos últimos días. Es triste darse cuenta de que constantemente perdemos cosas que nos quitan la emoción por la vida. Cuando uno crece, el ratón de los dientes pierde el interés por nuestros caninos, el coco deja de atormentarnos para convertirse en un tema irrisorio y tú pasas de ser una de nuestras fantasías más deliciosas a ser un gordito barbón que nos hace pensar en refresco de cola. ¿Por qué prefiero contarte esto que pedirte el usual regalo? Porque en estas épocas en las que el espíritu navideño comienza sus rondas nocturnas por nuestro barrio, yo me doy cuenta de que me siento muy diferente a como me sentía en mi niñez.
                Cuando era pequeño, la sola mención de las fiestas navideñas hacía que un ligero escalofrío de emoción me recorriera la espina dorsal. Me relamía las encías pensando en el sublime momento en el que nos sentaríamos alrededor del arbolito para la apertura de regalos. Qué dulces recuerdos: mis primos, mi hermano y yo (en aquella época en la que todavía no perdíamos la inocencia) sentados a la expectativa, salivando ante los presentes que recibían los demás, mordiéndonos las uñas hasta la médula ósea mientras nos preguntábamos: “¿Habrá sido éste mi último regalo?” La melodía gloriosa que nos acompañaba a cada rompedura de papel envoltorio aún resuena en mi cabeza: “¡Que lo abra! ¡Que lo abra!”
                Ahora todo ha cambiado. Los que solíamos ser pequeños, pese a nuestra reticencia y nuestra lucha en contra de la madurez, nos hemos convertido en desencantados adultos jóvenes. La única niña que todavía ronda la reunión familiar se ha vuelto una burla de un anacronismo descarado, un cruel recordatorio de que la época en la que nos orinábamos en la cama se ha terminado para siempre. Como resultado, los regalos son cada vez menos originales y nuestros rostros al recibirlos muestran cada vez menos excitación.
                Yo solía ser de los pocos niños que todavía a finales de la primaria te defendían encarnizadamente. Mientras mis compañeros se regodeaban en el supuesto conocimiento de que tú habías dejado de existir, yo vivía atormentado por su ingenuidad, por su falta de fe en un tema en el cual (según yo) no cabía discusión alguna. Por lo tanto, fui el que sufrió un desencanto mayor. Incluso recuerdo que unas tímidas lágrimas escaparon de mis ojos cuando me enteré de que nunca había sido verdad que te escabulleras por la chimenea de mi hogar.
                Te escribo esto con la esperanza de que suceda una regresión en mí. Tal vez esta catarsis literaria me devuelva la emoción y la creencia. Yo estoy seguro de que los niños no son ingenuos, sino más sabios. Ellos ven cosas y entienden cosas que nosotros no: no aprendemos mientras crecemos, sino que olvidamos. Y yo creo firmemente que olvidamos que las maravillas sí existen, que olvidamos que hay cosas que no se pueden explicar con la lógica humana, que olvidamos que siempre se debe de guardar un lugar en nuestra vida para la magia, incluso en los tiempos más aciagos. Gracias por todo, Santa. A pesar de que eres un resultado de la globalización y la dominación estadounidense… me hiciste muy feliz.

... Y si mi abuelita tuviera malta, sería un corn flake...

In memoriam a los peluches herrumbrados en los áticos de todo el mundo

¿Dejamos de jugar porque maduramos o más bien maduramos porque dejamos de jugar? Pregunta difícil de contestar, ¿no es así? Sobre todo porque también habría que preguntarse qué significa madurar. Tomemos por ahora la acepción a esta palabra que le ha dado el grueso de la población: madurar es comportarse como adulto, es decir, actuar con seriedad, pensar en el futuro, ser responsable y adquirir una visión un poco amargada acerca de casi todas las cosas. Siendo totalmente sinceros: ¿quién rayos querría entonces madurar?
            El juego existe porque existe la creatividad. ¿Qué es la creatividad? Es la capacidad de tomar todas las cosas que conocemos y ordenarlas de un modo distinto, dándoles siempre un toque propio que hará a la creación verdaderamente nuestra. La invención y el juego son simbiontes, por lo que, al dejar de jugar, ¿no estaremos siendo los crueles asesinos de nuestra inocente creatividad? Porque además, una creatividad muerta significa también la muerte de todos aquellos personajes ficticios que pudieron haber existido y no lo hicieron. ¿Cuántas princesas, cuántos duendes, cuántos soldados no pudieron ver nunca la luz a causa de la madurez repentina del que pudo haber sido su progenitor (o progenitora)?
Me pregunto todo el tiempo cómo sería la vida si la gente nunca perdiera el miedo a seguir jugando. Porque dejamos de jugar por eso, por miedo a nunca madurar, porque nos da terror quedarnos atrás, porque no soportamos la idea de ser los últimos en tener su primer beso por andar jugando al amor con un par de muñecos afortunados. Pero si los demás no nos juzgaran, probablemente seguiríamos viviendo en un mundo de fantasía. Sobre todo porque fantasear funciona como un paliativo del sufrimiento: si existiera una operación para removernos la preocupación, la anestesia sería escribir un cuento. En la película “Tideland”, de Terry Gilliam, la pequeña protagonista juega a maquillar y arreglarle el pelo a su padre, que en realidad lleva muerto varios días a causa de una sobredosis de heroína: una horrible tragedia convertida en un concurso de belleza. En el libro “Métaphysique des tubes”, de Amélie Nothomb, una niña de dos años vaga divertida por la calle mientras piensa que su padre, que se ha caído dentro de una alcantarilla, arregló todo lo sucedido para revelarle de una manera didáctica que trabajaba de limpiador de tuberías (siendo esto mentira, encima de todo). La realidad más cruda se convierte en un acontecimiento simplemente curioso a través de los ojos de un infante.
            Como un artista, el niño tergiversa la realidad, la reconstruye. Me hubiera encantado que alguien llevara una bitácora de mis ensoñaciones de la niñez… ¡serían una fuente interminable de ideas originales! Solemos quejarnos de la rutina y la monotonía de la vida, ¿no sería acaso la solución ver la vida como un gran juego, un Monopoly realista en el que el azar no tuviera un papel preeminente? ¿Qué sucedería si en vez de cortar de tajo nuestras alucinaciones lúdicas las exaltáramos? Definitivamente el mundo sería diferente. Siendo la creatividad un músculo, ¿qué pasaría si lo ejercitáramos consuetudinariamente? ¿No sería el juego una manera de aumentar nuestras posibilidades, de llevar al ser humano a su propio límite? ¿No sería el juego una forma de libertad?

... Y si mi abuelita tuviera malta, sería un corn flake...